Varios minutos para las siete de la mañana. Miro a mi alrededor con cara de sorpresa. Delante de mí, un rubio enorme con el pelo seco y quemado y pelo hasta en el cogote se tambaleaba. A mi derecha y a mi izquierda dos gringos se hablaban tratando de sortear mi metro y 65 centímetros 100% ibérico de apenas 16 años. Detrás, Chuikov me decía no sé qué de los toros y no sé qué de correr sin mirar atrás (o eso entendí).
Entre varias cabezas, casi todas, por no decir todas, rubias o castañas acertaba a ver varios polícías detrás de una pluma de madera improvisada. De repente, se oyó a lo lejos el silbido de un petardo y segundos después, el cielo tronó. Todos a mi alrededor comenzaron a saltar, a inquietarse, a mirarse unos a otros y, algunos, incluso a rogar a los policías que levantaran la pluma. Supongo que Chuikov me diría algo así como "ya casi...ya casi...ya sabes lo que hay que hace". Yo estaba impresionado y comencé a saltar y a mirar para atrás. Me até bien el pañuelo rojo del cuello. Me desaté la cuerda del pantalón y volví a hacerle un nudo para asegurar que los pantalones estaban bien sujetos y resoplé. En eso, lo recuerdo bien, Chuikov me tocó la espalda "¡Ahora!" y levanté la vista a la pluma que ya no existía. Un chorro de personas me adelantaron en una fracción de segundo antes de comenzar a correr. "¡A la derecha, a la derecha, a la derecha!", gritó Chuikov antes de que lo perdiera por unos instantes. No importaba. Sabía el plan. Debía correr a la derecha y pegarme a una casa antigua cuyas rejas exteriores nos servirían para encaramarnos y ver mejor el encierro de San Fermín.
Corrí a la derecha sin escuchar la voz de Chuikov. En segundo ya lo tenía frente a mí de nuevo, pegado a la pared, debajo de la reja. "¡Sube, sube!", me gritó a la vez que ya comenzaba a oír los cencerros doblando la esquina de la calle Estafeta, donde comenzó nuestra particular carrera. No miré. Sólo traté de subir mientras Chuikov me ayudaba. Después, él se subió y nos agarramos fuerte del hierro de las rejas, a escasos metros del suelo hasta que los cencerros pasaron retumbando mis oídos y tras ellos cientos de kilos de carne corriendo (cabestros incluídos) sin parar calle arriba.
"¿Te gustó?", me preguntó Chuikov, mi hermano, todavía sudando. "Mucho. Ha sido increíble. El sonido de los cencerros debajo de mí me impactó. Quiero repetirlo mañana, si se puede". Fue el colofón a unos días que comenzaron de forma espectacular con el chupinazo y el baño masivo de cola-cao, champagne y huevos en la plaza del ayuntamiento.
Al día siguiente repetimos la faena. Esta vez estábamos rodeados de caras distintas, otros pelos quemados y otros guardias en la pluma. La experiencia del día anterior hizo que tuviéramos más oficio y nos pegáramos más a la derecha entre empujones. Estábamos más cerca de la pluma por si algún despabilao quería copiar nuestro plan. No fue así, y si alguien lo tenía pensado, nos adelantamos. Repetimos esa mañana el plan y, lógicamente, logré subirme a la reja con más clase que el día anterior, aunque los cencerros sonaron diferentes...
Hoy, en el trabajo conté esa anécdota a mis compañeros. Ángel me dijo que lo subiera al blog. "¿Por qué no?", me pregunté y amenacé con poner su nombre por ser el promotor de este post. La fotografía siguiente la hice con el teléfono móvil. La mano que dibuja es la de Jorge Rivas, un gran artista yucateco con el que compartimos muchas cosas. El protagonista de ese dibujo soy yo...aunque diría que es el toro..quién sabe....Gracias George!
13 nov 2008
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